Daniel Hunter (Versión Completa)

Mientras tanto, Mister Poe, que se había quedado en el palacio de Hécate esperando a Daniel, se aburría soberanamente. Y, lo que era aún peor, allí pasaba mucha hambre. Como él no estaba acostumbrado a los climas tropicales, si salía de día el tórrido Sol del desierto egipcio le hacía daño, pero si salía de noche, no encontraba nada que comer, porque los lagartos que vivían en los arenales se habían recogido en sus madrigueras. Por otra parte, Hécate no le daba conversación, pues además de ser demasiado org

Durante mucho tiempo Daniel Hunter, el guerrero inmortal con sangre de vampiro, había vagado por el mundo luchando contra toda clase de seres oscuros, sin más compañía que la de un peculiar cuervo parlante que se llamaba Mister Poe (y que era, de hecho, la reencarnación del gran escritor norteamericano). Pero, tras haber destruido a un demonio que amenazaba  a la Humanidad, se vio sumido en una profunda melancolía, al sentir que su misión en este mundo había terminado. Ciertamente aún quedaban seres malignos en el mundo, pero en general no suponían una gran amenaza para la Humanidad y, en el peor de los casos, siempre podrían ser neutralizados por otros cazadores de monstruos, como el agente del FBI John Martins. Por su parte, Daniel solo deseaba morir para poder descansar en paz al lado de su madre, la única persona a la que había amado verdaderamente durante su larga vida. Pero mientras tuviera sangre de vampiro solo podría vagar eternamente por el mundo... o vagar eternamente por el Infierno, si alguien conseguía destruirlo. ¿Y quién podía asegurar que su creciente sed de sangre no acabaría convirtiéndolo en un monstruo como aquellos a los que había combatido? Tras largas y sombrías meditaciones, Daniel tomó la decisión de buscar a la hechicera Hécate, creadora de los vampiros, para solicitarle la anulación de su naturaleza vampírica y el acceso al reposo eterno. Así pues, viajó al lejano Egipto, donde Hécate residía desde hacía miles de años, recluida en la augusta soledad de su palacio encantado. En realidad, él no sabía mucho de ella. Había oído hablar de su belleza inmarcesible y de su carácter caprichoso, tan pronto generoso como despótico, pero hasta que la vio no pudo comprobar la veracidad de ambos rumores: Hécate era tan hermosa y altanera como todas las hechiceras antiguas, aunque su arrogancia no le impidió recibir con cierta amabilidad a Daniel. Tras escucharlo, le dijo con voz solemne:

-Comprendo tus razones, pero no puedo satisfacer tu deseo gratuitamente. Si en verdad anhelas el descanso eterno, primero habrás de traerme la cabeza de mi peor enemigo.

Daniel no necesitó más palabras para comprender que Hécate se refería a Sebek, un vampiro rebelde que llevaba siglos amenazando su primacía sobre los seres de la noche. Hasta entonces nadie había logrado vencerlo, pues Sebek contaba con una importante ventaja sobre el resto de los vampiros: poseía una armadura mágica que lo protegía completamente de los rayos solares y así era tan poderoso de día como de noche. Otros vampiros, como el propio Daniel, se protegían parcialmente del Sol con una capa negra y un sombrero de ala ancha, pero esa era una protección bastante precaria, de modo que durante el día se debilitaban enormemente. Con todo, Daniel aceptó la misión. Le dedicó una gentil reverencia a Hécate y se despidió de ella con estas palabras:

-Iré en busca de Sebek, Alteza. Tanto si vivo como si muero, esta será mi última misión en este mundo.

Dicho esto, Daniel se dirigió al desierto completamente solo. Muy en contra de su voluntad, Mister Poe tuvo que quedarse en el palacio de Hécate, pues, al igual que Daniel, era muy sensible a la luz solar y, al contrario que él, no podía protegerse de sus rayos con una capa negra.

Mientras tanto, Sebek aguardaba a su nuevo enemigo en las tinieblas de su castillo subterráneo, oculto bajo las montañas del Sinaí. Sus espías lo habían informado de la llegada de Daniel a Egipto y de su visita al palacio de Hécate, así que presentía la inminencia de un combate a muerte contra el cazador de monstruos. Sabiendo que Daniel era un temible adversario, había dispuesto en las galerías de su castillo toda clase de trampas, desde huecos en la pared que disparaban dardos de plata hasta fosos llenos de lava. Esperaba que Daniel llegara de noche, cuando los vampiros son más fuertes, pero lo cierto es que no atacó aquella noche ni tampoco a la siguiente. Sebek se temió que hubiera alguna estrategia tras aquella inexplicable tardanza. Pensó:

-Quizás me está desafiando para que sea yo quien lo ataque a él. Pero no abandonaré la seguridad de mi castillo ni caeré en su trampa. Si realmente quiere mi cabeza, tendrá que venir aquí a buscarla. Y lo único que encontrará será su propia muerte.

Así pues, Sebek tomó la determinación de no abandonar su castillo bajo ningún concepto, pero a la mañana siguiente supo que Daniel se estaba acercando bajo la luz del día. Curiosamente, en vez de entrar en el castillo, se limitaba a dar vueltas alrededor, como si estuviera esperando la salida de Sebek. Aquello, más que un desafío, era un verdadero insulto. Un vampiro que apenas podía moverse bajo el tórrido Sol del desierto osaba acercarse a su guarida, como si tuviera alguna posibilidad contra él en pleno día. Sebek, furioso, se dijo:

-Si no aprovecho la ventaja que me otorga mi armadura para matarlo ahora mismo, pasaré por cobarde y, aunque consiga acabar con Hécate, ningún vampiro querrá acatar mi autoridad. Ignoro en qué está pensando ese imbécil, pero debo ir por él mientras esté tan débil.

Sebek se puso su armadura y tomó una poderosa hacha con la que pensaba decapitar a Daniel. Pero este no manifestó ningún temor cuando vio cómo su adversario emergía de las entrañas de la tierra completamente armado y en pleno estado de forma, mientras que él se hallaba al borde de la extenuación. Se limitó a mirarlo fríamente y a decir:

-Sabía que acabarías saliendo. Y lo has hecho precisamente cuando convenía a mis planes.

Sebek se acercó a él y se preparó para matar a Daniel de un hachazo, pero entonces vio, sorprendido, que la luz solar se había debilitado bruscamente, pese a que acababa de amanecer y segundos antes el cielo estaba completamente despejado. Miró hacia el firmamento en busca de la causa de aquella súbita oscuridad y vio que el cielo se había vuelto negro por culpa de un inmenso enjambre de langostas, que, como una maldición bíblica, había llegado a formar una nube demasiado densa para ser traspasada por los rayos solares. Sebek, atemorizado, comprendió que Daniel había estado esperando aquel momento e intentó volver a su castillo, pero su perseguidor, fortalecido por la ausencia de luz, le cortó la retirada y lo atacó con su espada. Sebek confiaba tanto en sus armas defensivas que había descuidado el arte de la lucha, así que no pudo contrarrestar la acometida de Daniel, quien le cortó limpiamente la cabeza antes de que las langostas se dispersaran.

Tras matar a Sebek, el cazador introdujo su cabeza sangrante en una bolsa de cuero y emprendió el camino hacia el palacio de Hécate. No sentía especiales remordimientos por haber empleado una estratagema para vencer a Sebek, pues este también hubiera usado trampas de haber tenido la oportunidad. En cambio, sí sentía era la vaga impresión de que algo no iba bien. Y, aunque ignoraba el motivo de semejante impresión, no se equivocaba en absoluto.

...

Mientras tanto, Mister Poe, que se había quedado en el palacio de Hécate esperando a Daniel, se aburría soberanamente. Y, lo que era aún peor, allí pasaba mucha hambre. Como él no estaba acostumbrado a los climas tropicales, si salía de día el tórrido Sol del desierto egipcio le hacía daño, pero si salía de noche, no encontraba nada que comer, porque los lagartos que vivían en los arenales se habían recogido en sus madrigueras. Por otra parte, Hécate no le daba conversación, pues además de ser demasiado orgullosa para hablar con un simple cuervo, por muy poeta que este hubiera sido en su vida pasada, se pasaba casi todo el tiempo realizando extraños experimentos alquímicos. Mister Poe aguantó un par de días, pero finalmente decidió bajar a las misteriosas galerías subterráneas del palacio, donde, si no entretenimiento, al menos encontraría un aire más fresco y algunas apetitosas arañas o culebras que llevarse al pico.

Allí también se encontró con el guepardo de Hécate, que arañaba furiosamente una puerta de madera. Preguntándose qué podría haber al otro lado de aquella puerta para excitar tanto al guepardo, Mister Poe aprovechó una grieta de la pared para penetrar en el cuarto sellado, donde, para su sorpresa, había dos personas.

Una mujer muy pálida, pero increíblemente hermosa y vestida con una fina túnica de seda azul, se hallaba sentada en un trono de oro puro. Hubiera parecido una reina en la más majestuosa de las posturas, de no ser porque estaba encadenada y amordazada. Vigilando la puerta se hallaba un hombre de aspecto tosco y primitivo, vestido con una sucia piel de cabra. Mister Poe se percató al instante de que la prisionera era la verdadera Hécate, mientras que la mujer que había recibido a Daniel solo podía ser una impostora. Su vigilante pertenecía a la tribu de los sátiros (unos habitantes de las montañas, famosos desde la Antigüedad por sus instintos salvajes y lujuriosos). Poe se preguntó qué debía hacer. No sabía dónde encontrar a Daniel para advertirlo de que había sido engañado, así que decidió liberar a Hécate. Se posó al lado de la hechicera e intentó romper sus cadenas a picotazos, pero estas eran demasiado duras y la llave del candado se hallaba sujeta al cinturón del sátiro.

Mister Poe le dijo a Hécate en voz baja:

-Lamento mucho lo que voy a hacer, Alteza, pero es por una buena causa.

Dicho esto, rasgó con su pico la túnica de Hécate, dejando al descubierto sus blancas y hermosas piernas. Luego graznó para llamar la atención del sátiro, que, tal como Mister Poe había previsto, al ver las piernas de su prisionera se olvidó de la puerta y se acercó a ella con los ojos chispeantes de lujuria. Impulsado por los lascivos y brutales instintos de su raza, el sátiro sin duda hubiera sido capaz de violarla. Pero Mister Poe aprovechó la distracción del vigilante para manipular con sus garras el cerrojo de la puerta. Esta se abrió, permitiendo la fulgurante entrada del guepardo, que, adivinando las intenciones del sátiro hacia su ama, se arrojó sobre él y le desgarró la garganta. Una vez muerto el sátiro, Mister Poe tomó con su pico la llave que podía liberar a Hécate de sus cadenas. Cuando esta se vio libre, acarició cariñosamente a su guepardo, que al lado de su ama se volvía tan manso como un gatito, y, en una extraordinaria muestra de agradecimiento, le perdonó la vida a Mister Poe, pese a que este había osado romperle la túnica para que un sucio sátiro le viera las piernas.

...

Mientras tanto, Daniel había vuelto al palacio con la cabeza de Sebek en un saco de cuero. Se presentó ante la falsa Hécate y le mostró la cabeza del vampiro para demostrarle que había cumplido su misión. La usurpadora le dijo:

-Has cumplido tu parte del trato y ahora yo cumpliré la mía. Te daré un brebaje que te matará sin dolor y te permitirá acceder directamente a ese Cielo que tanto ansías. Pero antes te agradecería que arrojaras al suelo tu espada. Resulta descortés presentarse armado ante una reina y, en todo caso, ya no la necesitarás nunca más.

A Daniel le daba cierta pena separarse de su querida espada, pero la dejó caer al suelo y tomó el cáliz que le ofrecía la falsa Hécate. Esta, en realidad, era una bruja cuya única intención era envenenar a Daniel para convertirlo en un esclavo sin mente. Solo le había ordenado matar a Sebek para probarlo y estaba satisfecha con el resultado. Daniel, ansioso por acceder al Más Allá, hubiera bebido rápidamente el veneno que lo convertiría en un zombi a las órdenes de la bruja, pero, cuando ya tenía el borde del cáliz entre sus labios, se detuvo, recordando que aún no se había despedido de Mister Poe. La falsa Hécate, impaciente, lo apremió a olvidarse del cuervo y a apurar el contenido del cáliz, diciendo que si pasaba demasiado tiempo aquel brebaje perdería su poder y que, en tal caso, ella no podría reunir de nuevo los ingredientes. Daniel titubeó, pero ya estaba a punto de tomar aquel licor fatal cuando el guepardo de la verdadera Hécate se arrojó sobre la impostora. Daniel intentó ayudarla, pero no tenía su espada en la mano (la bruja le había ordenado tirarla por miedo a que la usara contra ella en su último instante de conciencia). Y, cuando la recogió, ya era demasiado tarde: la falsa Hécate había muerto y la verdadera ya estaba allí, acompañada por Mister Poe, que le dijo:

-Os felicito por haber elegido como mascota al más veloz de los mamíferos, Alteza.

...

Tras las explicaciones de rigor, la verdadera Hécate se sentó en su trono, tras haber recuperado su aspecto arrogante (y haber arreglado su túnica). Le dijo a Daniel:

-No es necesario ningún brebaje para que accedas al reposo eterno si ese es tu deseo, Daniel Hunter. Tanto los dioses del Cielo como los del Infierno aceptan tu decisión, los primeros porque desean premiar tus buenas acciones y los segundos porque te temen demasiado para querer verte en su reino. Hágase, pues, tu voluntad.

Hécate pronunció una extraña invocación y en medio de la sala se abrió una puerta de luz. Daniel, con su espada en la mano y Mister Poe posado sobre su hombro derecho, franqueó la puerta, tras darle las gracias a Hécate y rogarle que le entregara a su amiga Helene, la niña vampiro, un ramo de flores inmortales recogidas en el jardín de la hechicera. Mientras se encaminaban hacia el Cielo por una galería de fuego, Daniel le dijo al cuervo:

-Es curioso que Hécate no me haya pedido nada a cambio. Pues fue la impostora quien me ordenó matar a Sebek. En cambio ella...

-Bueno, seguro que tenía ganas de que nos fuéramos, aunque solo fuera para perderme de vista cuanto antes. ¡Aún debe de dolerle lo que le hice a su túnica!

-¿A su túnica?

-Prefiero no decir nada más al respecto. Vamos a entrar en el Cielo y no es el mejor momento para inspirarte pensamientos impuros.

Pero Daniel había dejado de escuchar al cuervo. Delante de él estaba el espíritu de su querida madre, que había abierto sus brazos etéreos para fundirse con él en un abrazo definitivo. Daniel había sonreído pocas veces a lo largo de su larga y dura vida, pero aquella visión grabó en su rostro una sonrisa para toda la eternidad.

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