
MARÍA CÁRDENAS (relato fantástico):
Narración del doctor James Johnson:
Tras muchos años de cobarde silencio, he decidido que el mundo debe conocer la siniestra verdad que he mantenido en secreto durante todo este tiempo.
Todo empezó hace trece años, cuando la ONG médica con la cual por aquel entonces cooperaba me destinó a cierta república centroamericana, donde la población estaba sufriendo los efectos de una grave epidemia de cólera.
Una vez allí, fui secuestrado por un grupo guerrillero, que esperaba cobrar una buena cantidad de dinero a cambio de mi liberación. Mientras se realizaban las negociaciones, permanecí recluido en un campamento de las montañas, bajo la estricta y permanente vigilancia de mis captores. Estos no me trataron mal, pero nunca me permitían salir de la cabaña que me servía de prisión. Aun así, tuve ocasión de fijarme en una muchacha recién llegada a la adolescencia, que parecía servir como criada a los líderes de la guerrilla. Aquella muchacha se llamaba María Cárdenas y era extrañamente bella, además de bastante misteriosa. No sabía gran cosa sobre ella, aunque había oído decir que era huérfana y que todos los suyos habían fallecido a causa de la epidemia. Su raza también era un misterio, pues, aunque tenía la piel cobriza típica de los indios y mestizos, presentaba unos rasgos faciales claramente caucásicos y sus ojos eran de un hermoso color turquesa. Pese a su belleza, los guerrilleros la trataban con desprecio y ella, por su parte, tampoco parecía sentir afecto por ellos, pues se iba sola a la selva siempre que sus tareas se lo permitían.
Una noche, cuando ya llevaba varias semanas en el campamento, sentí que alguien susurraba mi nombre para que me despertase. Abrí los ojos y la leve luz de una linterna me permitió reconocer a María, quien me hizo un gesto para que no gritase y me habló en voz baja, usando un peculiar dialecto del español al que ya me había acostumbrado:
-Doctor Johnson, voy a huir del campamento esta misma noche y, si quiere, puede acompañarme. He echado una droga en la cena de los guardias y ahora están todos dormidos. Si desea venir conmigo, yo sé adónde debemos ir.
Aunque más sorprendido que ilusionado por aquella inesperada propuesta, acepté huir con María. Me vestí rápidamente y los dos abandonamos el campamento sin ningún problema.
Cuando llegamos a la selva, María me dijo:
-No se puede caminar de noche por la selva, pero sé de un sitio donde estaremos seguros hasta que amanezca. Es una cueva a la que los guerrilleros no se acercan nunca, porque dicen que está embrujada.
-¿Y tú no le tienes miedo a ese sitio?
Por primera vez, vi en el rostro de María algo remotamente parecido a una sonrisa:
-Al contrario, para mí esa cueva es un lugar sagrado. En los viejos tiempos mis antepasados se reunían allí para adorar al Dios de la Tierra y yo la visito siempre que puedo.
De paso que nos dirigíamos a la cueva, aproveché la oportunidad para saber algo más de María. Le pregunté si no le daba pena abandonar a su gente, pero ella me respondió con vehemencia:
-¡Los hombres del campamento no son mi gente! Mis padres descendían de un pueblo poderoso, que antaño dominaba toda esta tierra, hasta que las enfermedades traídas por los blancos acabaron con ellos. Luego me quedé sola y tuve que unirme a los guerrilleros para no morir de hambre. ¡Pero prefiero vivir y morir en la selva como un animal salvaje antes que seguir siendo su esclava!
María dijo estas últimas palabras con tan rabiosa pasión que me sentí realmente estremecido. Comprendí que aquella niña tan bella y aparentemente frágil poseía una personalidad muy fuerte y acaso temible, aunque, por otra parte, me sentía bastante seguro a su lado, pese a la situación inquietante en la cual nos encontrábamos.
Tras una breve pero ardua caminata por los intrincados senderos de la selva, llegamos a la cueva. Una vez dentro, María reunió unas hojas secas, con el fin de encender una fogata y asar un poco de carne que había traído consigo. Ignoro completamente qué tipo de hojas usó, pero lo cierto es que al aspirar el humo de la fogata empecé a sentirme extrañamente mareado. Intenté apartarme, pero ni siquiera fui capaz de erguirme y quedé tendido boca arriba sobre el frío suelo de la caverna. Aunque no perdí la conciencia en ningún momento, me sentía incapaz de moverme o hablar. María, que no parecía en absoluto afectada, sonrió de nuevo, pero esta vez su sonrisa tuvo un matiz siniestro que me heló la sangre. Tuve la vaga intuición de que aquella misteriosa muchacha me había tendido una trampa, pero no podía imaginar qué era lo que buscaba. Sin embargo, no tardé mucho en saberlo.
Cuando me vio indefenso, se acercó a mí y me desnudó de cintura para abajo. Luego ella también se quitó la ropa, se sentó sobre mi cuerpo y no se apartó de mí hasta que hubimos realizado el acto sexual completo. Yo al principio no sentía el menor deseo lujurioso, pero estaba demasiado drogado para ser dueño de mi voluntad y finalmente no pude resistirme. A continuación, María se levantó, se vistió, me dirigió una última mirada y me dijo:
-Lo siento, doctor, pero mi estirpe se hallaba al borde de la extinción y necesitaba su semilla para perpetuarla. Ningún hombre del campamento me hubiera acompañado hasta aquí, por eso lo elegí a usted. Además, el Dios de la Tierra debe ser honrado periódicamente con un sacrificio humano. Pronto vendrá por usted, pero ese es un destino que deberá afrontar solo, pues yo ya he cumplido mi misión y ahora debo marcharme.
Dicho esto, María me abandonó indefenso en aquella gruta olvidada y entonces sentí que la tierra se estremecía bajo mi espalda, como si algo grande procedente de las entrañas de la tierra estuviera acercándose, lenta pero inexorablemente. Pero entonces, cuando ya me sentía perdido, llegó una inesperada salvación. Luces, gritos humanos y ladridos de perros me devolvieron la esperanza que había perdido, al mismo tiempo que dejaba de oír las pisadas, como si el habitante de la gruta, asustado, hubiera decidido volver a su escondrijo subterráneo. Varios agentes de policía, acompañados por un grupo de sabuesos, entraron en la gruta y me inyectaron un estimulante que me devolvió el dominio de mi cuerpo. Cuando pude hablar, les pregunté cómo me habían encontrado y el jefe de la patrulla me dijo que habían sido avisados de mi situación por una llamada anónima. No sabían quién había realizado dicha llamada, pero, al parecer, tenía voz de niña. Aparentemente, mi salvadora no había sido otra que la propia María Cárdenas, aunque eso no parecía tener ningún sentido. ¿Finalmente se había arrepentido y me había ayudado por pura compasión? Pero, en tal caso, ¿no le hubiera sido más fácil volver por mí ella misma, en vez de enviar otras personas en mi auxilio? Estaba preguntándome eso cuando conocí la desaparición de uno de los agentes de la patrulla, que se había adentrado en la gruta para investigar y que se había desvanecido para siempre entre las tinieblas del subsuelo. Entonces comprendí que aquel desgraciado había sido la verdadera víctima del sacrificio, mientras que a mí me había tocado el papel de simple cebo. Y me temo que pronto habrá más víctimas.
(fin de la narración del doctor James Johnson)
Tras acabar su relación de los hechos, que pensaba hacer pública al día siguiente, el doctor Johnson salió de su casa, con la intención de dar un paseo por los bosques que rodeaban la apacible aldea norteamericana donde vivía desde hacía varios años. Llegó hasta el borde de una sima bastante profunda, donde se encontró con una hermosa niña que lloraba desconsolada. El doctor, compadecido, le preguntó qué le sucedía y ella le respondió que su gatito había bajado a la sima y que ahora no podía subir. Johnson, que era un hombre ágil y atrevido, se ofreció a bajar en busca del imprudente felino, pero, una vez en el fondo de la sima, no vio ningún rastro del gato. Entonces la niña, que había dejado de llorar, le dijo:
-Esta vez te toca a ti… papá.
El doctor Johnson, aterrorizado, apenas tuvo tiempo de reconocer los rasgos de María Cárdenas (así como los suyos propios) en el rostro de aquella niña, antes de que unos enormes tentáculos surgieran de las profundidades de la tierra para arrastrarlo hacia las tinieblas.