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Hans Larsen era un adolescente norteamericano de carácter sencillo y buen corazón, aunque en las profundidades de su Yo había algo que ni él mismo comprendía. Cuando Hans era pequeño, sus padres lo habían llevado a la consulta de un prestigioso psicólogo, con la esperanza de que este lo curase su terrible fobia a los perros. Aquel psicólogo lo hipnotizó para ayudarlo a recordar el hecho traumático que le había provocado aquella fobia, pero el resultado fue sorprendente: al parecer, aquel suceso no había ten

Hans Larsen era un adolescente norteamericano de carácter sencillo y buen corazón, aunque en las profundidades de su Yo había algo que ni él mismo comprendía. Cuando Hans era pequeño, sus padres lo habían llevado a la consulta de un prestigioso psicólogo, con la esperanza de que este lo curase su terrible fobia a los perros. Aquel psicólogo lo hipnotizó para ayudarlo a recordar el hecho traumático que le había provocado aquella fobia, pero el resultado fue sorprendente: al parecer, aquel suceso no había tenido lugar en la vida actual de Hans, sino en alguna vida anterior. Y, desde entonces, el muchacho empezó a tener extraños sueños, durante los cuales recordaba cosas que, aparentemente, no le habían sucedido a él, sino a sus avatares de épocas pasadas.
Por otra parte, Hans estaba secretamente enamorado de Lucy, la chica más atractiva de su clase. Lucy no solo “estaba buena”, sino que además era muy rica y le esperaba un futuro prometedor, pues, con apenas dieciséis años, ya había trabajado como actriz en varias series juveniles. Pero la misma perfección de Lucy impedía que Hans se atreviera a declararle su amor, porque él se consideraba poca cosa para una chica como ella. Su único motivo de esperanza era que Lucy todavía no tenía novio formal, aunque sí bastantes pretendientes.
Como buen enamorado tímido, Hans había adquirido la costumbre de dar largos paseos solitarios por las agrestes colinas que rodeaban la ciudad. Su ruta favorita era un viejo camino de cazadores, que muy poca gente conocía. Mientras él caminaba por aquel sendero durante una calurosa tarde estival, creyó ver un cuerpo humano tendido entre los matorrales. La curiosidad venció al miedo y Hans se acercó a ver quién era. Aunque el rostro del cadáver estaba cubierto de sangre y había sido desfigurado a golpes, su largo cabello rojizo y sus costosas ropas impedían toda duda respecto a su identidad. Hans vio, con horror, que se trataba de Martha Howard, la adinerada madre de su adorada Lucy. Tras vomitar sobre unos arbustos, sacó su teléfono móvil para llamar al sheriff, pero, apenas realizada la llamada, alguien le pegó un garrotazo en la parte posterior del cráneo, con tanta fuerza que lo dejó inconsciente. 
Pasó mucho tiempo antes de que el pobre Hans se despertara. Cuando lo hizo, el cadáver de la señora Howard seguía allí, pero no había ni rastro de la persona que lo había golpeado. Y la policía aún no había llegado, pues, cuando Hans recibió el golpe, aún no había tenido tiempo de dar unas indicaciones adecuadas. El muchacho tampoco había llegado a ver el rostro de su agresor, aunque seguramente había sido el asesino, que lo había atacado para poder huir del lugar antes de que llegaran las autoridades. Pero, curiosamente, cuando Hans se despertó ya no era el mismo de antes, pues el golpe había afectado de algún modo a su cerebro, despertando a uno de sus Yos del pasado. Así pues, a continuación tuvo lugar una extraña conversación dentro de la mente del muchacho:

-¡Ay, qué dolor de cabeza! Me siento como si me hubiera pegado el monstruo de la Rue Morgue.
-¡Oiga! ¿Pero quién es usted y qué está haciendo dentro de mi mente?
-Soy tu Yo de hace doscientos años. Me presento: Augusto Dupin, caballero y detective. ¿No has leído mis historias, relatadas por mi desdichado cronista y amigo Edgar Allan Poe?
-Pues no.
-¡Típica ignorancia de un joven del siglo XXI! En fin, creo que mi resurrección espiritual, aunque dolorosa, es bastante oportuna, pues, según leo en tus recuerdos, tenemos aquí un crimen bastante misterioso, cuya resolución pondrá a prueba mis extraordinarias facultades analíticas.
-Me alegro de que usted no tenga problemas de autoestima, señor Dupin, pero creo que no será necesario, pues veo que se acercan los hombres del sheriff. Yo hablaré con ellos.
-De acuerdo: tú hablarás, mientras yo pienso por ti.

Tras escuchar el relato de Hans, los agentes de la ley comprobaron que la muerta era, efectivamente, la madre de Lucy, pero no hallaron ninguna pista que pudiera revelar el paradero ni la identidad del asesino. John Howard, segundo marido de la víctima y padrastro de Lucy, hubiera sido un sospechoso ideal, pues la muerte de su mujer lo convertía en el heredero de una gran fortuna, pero su participación podía descartarse gracias a la llamada que había hecho Hans antes de que lo golpearan. Dicha llamada se había realizado exactamente a las cinco en punto de la tarde, por lo cual el señor Howard, que hasta aquella hora había estado jugando al tenis con unos amigos, tenía una coartada irrebatible. 
Después de hablar con los agentes del sheriff, Hans volvió a la ciudad y se encerró en su cuarto, tras pedirles a sus padres que no lo molestaran con la excusa de que estaba muy afectado. Pero, aunque era cierto que la muerte de la desdichada señora Howard le había causado un fuerte impacto emocional, lo que él quería realmente era mantener una conversación mental con Monsieur Dupin, pues sentía curiosidad por conocer sus conclusiones. Su Yo del pasado le dijo:

-Parece ser que no fue el señor Howard quien te golpeó. Y tampoco pudo haber matado a la persona que viste en el monte, pues hasta entonces había estado practicando ese extraño pasatiempo que llamáis tenis. Pero quizás debamos enfocar el asunto desde una perspectiva más flexible. Antes de ser golpeado, tú no habías percibido ninguna presencia cerca de ti, ¿verdad?
-Cierto. Estaba bastante seguro de que no había nadie a mi lado, aunque, por lo visto, me equivoqué.
-Pues yo creo que es ahora cuando te equivocas. Cuando descubres un cadáver, siempre hay alguien a tu lado: el cadáver.
-¡Pero los muertos no se levantan para golpear a la gente!
-Salvo cuando no están muertos de verdad. Tú creíste ver un cadáver, pero ni siquiera te atreviste a tocarlo para comprobar su estado. Es indudable que ahora mismo esa señora está muerta, pero ¿ya lo estaba a las cinco de la tarde? Recuerda que entonces no había moscas sobre su rostro, cuando el olor de la sangre y de la carne muerta en pleno verano debería haberlas atraído rápidamente.
-Aun así, la señora Howard no tenía ningún motivo para agredirme.
-En efecto. Entonces solo hay una explicación posible.


Aquella misma noche John Howard y su hijastra Lucy abandonaron la comisaría, tras reconocer el cadáver y prestar declaración. Llegaron al parking subterráneo donde habían dejado el coche y, tras asegurarse de que no había ojos indiscretos, la muchacha besó con pasión a su padrastro y le dijo:

-Felicidades, John. Gracias al imbécil de Hans, tu plan ha salido perfectamente.

Pero entonces alguien que se hallaba oculto tras una de las columnas del parking se plantó delante de ellos y les dijo:

-Buenas noches, soy el imbécil del que hablaban.

Lucy gritó, entre sorprendida y furiosa:

-¡Hans! ¿Qué haces aquí?
-¿No es obvio, guapa? Espiaros para comprobar que mis sospechas (es decir, las sospechas de Monsieur Dupin) eran ciertas. Ya lo veo claro: una buena actriz, que conocía mis costumbres y los sitios por donde solía pasear, se disfrazó y se hizo la muerta, dándole así una coartada a su cómplice. Después golpeó en la cabeza al descubridor del falso cadáver, para poder marcharse sin ser vista. A continuación, usted, señor Howard, mató a su esposa cuando volvió de jugar al tenis y se la llevó al lugar donde yo yacía inconsciente, pensando que ni yo ni nadie se daría cuenta del cambiazo. Pero no contó con la astucia de mi Yo del pasado.

Howard, furioso, se arrojó sobre Hans, pero este esquivó fácilmente su acometida y le propinó un fuerte golpe en la mandíbula, que lo dejó sin sentido. Hecho esto, Hans le dijo a la sorprendida Lucy:

-El golpe que me diste fue vuestra perdición, pues despertó los recuerdos de mis vidas pasadas: no solo la inteligencia de Monsieur Dupin, sino también la habilidad para el combate de mi Yo de hace dos mil años, el gladiador Taurus Cimerius. 
-¡No entiendo lo que dices!
-Y yo no entiendo cómo pudiste haber participado en el asesinato de tu propia madre.
-Lo hice porque amo a John. Si tú me amaras de verdad, lo entenderías… y me dejarías escapar.
-Yo quizá lo haría, Lucy. Pero Monsieur Dupin tiene otras ideas al respecto.

Mientras la muchacha y su padrastro eran detenidos por la policía, Hans, en vez de volver a su casa, se fue a dar un paseo por las solitarias callejas portuarias. Viendo que estaba muy triste, Dupin le dijo:

-Consuélate, hombre. En el fondo siempre has sabido que esa chica no era buena para ti, ¿verdad?
-Aun así, yo la amaba… pese a que hace quinientos años hizo que sus perros me devoraran por haberla visto desnuda.

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