Leviatán

EL LEVIATÁN (relato fantástico):  Amanda Martins, hija del agente federal John Martins, era una niña guapa, simpática y, a simple vista, completamente normal. Pero, en realidad, era la mejor médium del mundo, pues para invocar al espíritu de un difunto solo necesitaba tocar algún objeto que le hubiera pertenecido en vida. Hecho esto, podía pedirle cualquier información al espíritu e incluso proyectarlo temporalmente hacia un cuerpo vivo. Cierto día un monstruo de gran tamaño, al que se bautizó con el nombre

Amanda Martins, hija del agente federal John Martins, era una niña guapa, simpática y, a simple vista, completamente normal. Pero, en realidad, era la mejor médium del mundo, pues para invocar al espíritu de un difunto solo necesitaba tocar algún objeto que le hubiera pertenecido en vida. Hecho esto, podía pedirle cualquier información al espíritu e incluso proyectarlo temporalmente hacia un cuerpo vivo.
Cierto día un monstruo de gran tamaño, al que se bautizó con el nombre bíblico de Leviatán, surgió de los abismos oceánicos y atacó la ciudad costera donde vivían los Martins. Según una vieja leyenda, el Leviatán ya había amenazada a la Humanidad en tiempos remotos, pero los sacerdotes de la antigua Atlantis habían conseguido rechazarlo con un poderoso hechizo. La sabiduría de Atlantis se había perdido hacía miles de años, pero, si Amanda se pusiera en contacto con el espíritu de un atlante, este podría revelarle las palabras del hechizo. Para eso era necesario que tocara la única reliquia atlante disponible: un brazalete de bronce custodiado en el museo arqueológico de la ciudad. Así pues, padre e hija fueron al museo y, tras unas palabras con el director Mister Hathaway, la muchacha obtuvo permiso para tocar el brazalete. Tras unos segundos de silenciosa concentración, Amanda suspiró disgustada y le dijo a su padre:

-No ha servido de nada, papá. Solo los sacerdotes conocían el hechizo y este brazalete perteneció a una chica plebeya, que no sabía nada de magia. Pero creo que puedo hacer otra cosa. Si ves que me caigo, agárrame fuerte, por favor.

Tras decir esto, Amanda puso los ojos en blanco y perdió el sentido, víctima de un extraño desmayo. Pero no se trataba de un simple mareo: gracias a sus poderes psíquicos, Amanda había conseguido enviar su alma al cuerpo de Jadiya, la dueña del brazalete. Mientras Amanda Martins perdía la conciencia en la América del siglo XXI, su espíritu atravesaba los abismos del tiempo y del espacio, para entrar en el cuerpo de una muchacha que había vivido en Atlantis antes de que existieran las pirámides. 
Jadiya era una niña de doce años, hija de humildes pescadores, que trabajaba como doncella en el palacio real de Atlantis. Mientras estuviera dentro de su cuerpo, Amanda podría controlarla y aprovechar sus recuerdos para entender el idioma atlante. Su objetivo era leer los libros sagrados de los sacerdotes, donde esperaba encontrar el hechizo capaz de detener al Leviatán. 
Amanda-Jadiya (es decir, Jadiya con el alma de Amanda) entró en la alcoba de su ama, la arrogante princesa Nala, que compartía edad y estatura con ella. Necesitaba las ropas de la princesa para poder entrar en la biblioteca, cuyo acceso estaba prohibido a los plebeyos, pero no a los aristócratas. Como Nala, naturalmente, no quiso compartir sus lujosos vestidos con su sierva, esta tuvo que usar la fuerza para atar y amordazar a la princesa. Entonces entró en la alcoba un esclavo mudo (casi todos los siervos de Atlantis lo eran, pues así no podían difundir las intimidades de sus amos) e intentó capturar a Amanda-Jadiya. Pero esta lo esquivó y chilló:

-¡Auxilio! ¡Un esclavo está intentando violar a la princesa Nala!

Inmediatamente después entraron varios guardias, quienes al ver a Nala atada, amordazada y semidesnuda, pensaron que había sido el esclavo quien la había agredido. Como este era mudo y su ama estaba amordazada, ninguno de los dos pudo desmentir a tiempo las acusaciones de Amanda-Jadiya, quien aprovechó la confusión para huir con las ropas de la princesa, mientras los guardias forcejeaban con el esclavo. 
Gracias a su disfraz y a su astucia, Amanda-Jadiya llegó a la biblioteca de los sacerdotes sin problemas, pero, por culpa de los nervios, había olvidado un pequeño detalle: las mujeres nobles de Atlantis nunca abandonaban sus aposentos privados sin haberse echado antes una buena cantidad de perfume. Y, como Amanda-Jadiya no iba perfumada, el guardián de la biblioteca adivinó que se trataba de una impostora. Así pues, la agarró con brusquedad y la arrastró sin miramientos hacia el salón del trono, para que compareciera ante el rey de Atlantis, Numa IV, célebre por su afición a la caza y por la crueldad de sus sentencias. Numa se hallaba sentado sobre su trono de oro y, a falta de otra ocupación mejor, se entretenía acariciando a su sabueso favorito. El guardia empujó a Amanda-Jadiya, que cayó sobre una alfombra de piel de lobo, y le dijo al rey:

-Poderoso Numa, esta criada ha osado robar las ropas de vuestra sobrina, la princesa Nala, para hacerse pasar por ella.

Numa le dedicó una mirada indiferente a la acusada y dijo:

-La única sentencia posible en estos casos es la muerte. Que venga el verdugo y le corte la cabeza.

Pero, para sorpresa de todos, la muchacha, que seguía en el suelo, se dirigió al rey con voz desafiante:

-Debes saber, mi rey, que soy una poderosa bruja y que, si no cumples mis deseos, sufrirás el castigo de mi magia.

Aunque al principio nadie se tomó en serio sus amenazas, Amanda-Jadiya, que conservaba sus poderes de médium, tenía un plan para despertar el espíritu supersticioso de los atlantes. Sin levantarse del suelo, tocó la piel de lobo que cubría las baldosas e invocó al espíritu del animal, proyectándolo hacia el sabueso del rey. El lobo cuya piel alfombraba el salón del trono había sido cazado por el propio Numa, de modo que tenía razones para odiar a su matador. Todo el mundo se quedó horrorizado cuando el sabueso de Numa se arrojó sobre su amo, al que sin duda habría matado a mordiscos si Amanda-Jadiya no hubiera interrumpido el hechizo a tiempo. Aquello ciertamente parecía cosa de brujería, pues hasta entonces aquel sabueso nunca había osado revolverse contra el rey. Así pues, todos los presentes, incluso el asustado rey Numa y los más arrogantes sacerdotes, se arrodillaron ante la muchacha y la nombraron nueva señora de Atlantis. Amanda-Jadiya habló así:

-Acepto vuestra sumisión y os perdono vuestra insolencia. Mi primera orden se dirige a los sacerdotes. Quiero que me reveléis vuestros conocimientos, empezando por el hechizo que espanta a los monstruos. 

Después de que los sacerdotes le revelaran lo que ansiaba saber, Amanda abandonó el cuerpo de Jadiya, que, sin comerlo ni beberlo, pasó de ser una humilde plebeya a convertirse en la primera soberana de Atlantis. 
Entonces Amanda, para sorpresa de su padre, se despertó rápidamente y dijo:

-Papá, ya sé qué debo decir para expulsar al Leviatán. Pero antes tengo que acercarme a él, para que pueda oírme.

Dicho esto, Amanda abandonó el museo a toda prisa, antes de que su padre y el sorprendido director Hathaway pudieran detenerla.
Fuera del museo reinaba la confusión: a la destrucción ocasionada por el monstruo se sumaban las tropelías de quienes aprovechaban el caos para violar y saquear impunemente. Martins salió corriendo detrás de Amanda, pero vio cómo unos individuos estaban intentando forzar a una chica y, muy a su pesar, tuvo que quedarse allí para detener a los violadores. Amanda, que ni siquiera se había percatado de que su padre se había quedado atrás, siguió corriendo sin detenerse, hasta que un sujeto de aspecto patibulario la agarró por un brazo y le dijo:

-Ven conmigo, nena. Nos lo pasaremos bien antes de que esa cosa nos mate a todos.
-¡No, por favor! Tengo que… ¡mmmph!!!

Aquel individuo le tapó la boca a Amanda y la arrastró hacia un callejón oscuro, pero entonces alguien le propinó un fuerte golpe en la cabeza, dejándolo sin sentido. Una vez libre, Amanda descubrió, sorprendida, que su inesperado salvador había sido el pacífico director Hathaway, quien había usado una maza medieval para golpear al delincuente. Hathaway, ruborizado y sudoroso, sonrió tímidamente y le dijo a Amanda:

-Perdona mi desconfianza, querida, pero no podía dejar que te fueras con un brazalete tan valioso sin vigilarte un poco.

Y es que, con tantos nervios, Amanda se había olvidado de devolver el brazalete atlante a su vitrina. Tras darle las gracias (y el brazalete) a su salvador, la muchacha pudo llegar sin nuevos contratiempos al lugar donde se hallaba el Leviatán. Solo tuvo que pronunciar las palabras mágicas para que el monstruo volviera al mar sin causar más daños. Una vez cumplida su misión, Amanda suspiró y se sentó en el bordillo de una acera, rendida pero satisfecha. Al final aquel había sido un día bastante fructífero para ella: había salvado al mundo y, además, había sido reina de Atlantis durante casi cinco minutos.

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