
A mediados del siglo XIX un grito de terror rompió el silencio de la noche en un suburbio de Baltimore. Un hombre vestido de negro corrió hacia el lugar de donde procedía el grito, pero llegó demasiado tarde. Sobre un charco de sangre yacía el cadáver de una joven cerillera, que aparentemente había encontrado la muerte mientras volvía a su humilde hogar tras terminar su jornada. El recién llegado se agachó junto al cuerpo de la muchacha, pero no pudo hacer nada por ella. Luego oteó los alrededores en busca de algún testigo del crimen, pero solo encontró a un vagabundo borracho que yacía acurrucado en un rincón. Afortunadamente, aquel desdichado aún parecía suficiente consciente para responder, así que el hombre vestido de negro le preguntó:
-¿Quién o qué mató a la chica? ¡Por favor, si usted lo vio, debe decírmelo de inmediato!
El borracho consiguió decir con voz entrecortada:
-Lo vi... no era humano, sino un monstruo... algo horrible... pero muy real, se lo juro. ¡Escuche, amigo! ¡Debe buscar a Reynolds! ¿Me oye? ¡A Reynolds, busque al señor Reynolds!!!
El borracho ya no pudo decir nada más. Se sumió en un estado comatoso que muy bien podía ser el preludio de su muerte. El hombre de negro se debatió entre buscar al tal Reynolds o llevar al vagabundo a algún lugar donde pudieran atenderlo. Pero entonces pasaron por allí dos rufianes de mal aspecto, a los que les dijo:
-¡Lleven a este hombre al hospital! La chica ya no tiene remedio, pero a él quizás aún puedan salvarlo.
Uno de aquellos rufianes dijo con desprecio:
-¡Nosotros no nos dedicamos a recoger borrachos de mierda! Claro que si tuvieras dinero para invitarnos a un trago...
-Lo lamento, pero ahora mismo el único metal que llevo encima es este.
Mientras decía esto, el hombre de negro desenvainó un hermoso y mortífero sable de hoja plateada. Los rufianes captaron rápidamente la indirecta, pero, por si acaso, el espadachín añadió:
-Me he quedado con vuestras caras y, sobre todo, con vuestro olor a mierda. Os juro que, si dejáis tirado a este hombre, iré por vosotros, ¿entendido?
Tras dejar al borracho en manos de los asustados rufianes, el hombre de negro se dijo mientras caminaba por las tenebrosas callejas del suburbio:
-¿Quién será ese tal Reynolds? ¿Acaso es el nombre del asesino? No, ningún criminal dejaría vivo a un testigo capaz de reconocerlo. Quizás sea alguien que pueda ayudarme a encontrar al monstruo. Pero, ¿dónde podré encontrarlo?
Tras interrogar (con ayuda de su sable) a varios soplones de los barrios bajos, el hombre de negro supo que en una vieja casa de las afueras vivía, desde hacía algunos años, un tal Reynolds “que era bueno resolviendo crímenes”. Cuando llegó a la casa que le habían indicado, el hombre de negro esperaba encontrar dormido al señor Reynolds, pues ya era muy tarde. Pero aquel peculiar personaje aún estaba despierto y lo recibió cortésmente en un cuarto atestado de libros, después de que un viejo criado abriera las puertas de la casa. El hombre de negro le dijo:
-Lamento interrumpir su velada, Mister Reynolds, pero quizás usted pueda ayudarme a resolver un asesinato que se ha cometido esta misma noche. Antes de nada debo presentarme. Mi nombre es Daniel Hunter.
-Creo que he oído hablar de usted. Se dice que se dedica a cazar vampiros, ¿no es cierto?
-Así es.
-Pero en esta ocasión no es un vampiro lo que está persiguiendo. A juzgar por el color de sus botas, usted ha pisado recientemente un charco de sangre. Los vampiros nunca desperdician tanto alimento cuando matan a sus víctimas.
-Veo que es usted perspicaz, Mister Reynolds. Aunque ese no es su verdadero nombre, ¿verdad? Ni siquiera creo que usted sea estadounidense.
-¿Puede decirme cómo ha llegado a tales conclusiones?
-Aunque habla bien el inglés, ninguno de sus numerosos libros está titulado en esa lengua. Todos tienen los títulos en francés o en latín. Y son demasiado viejos y valiosos para pertenecer a un simple filólogo, así que concluyo que usted es un caballero francés expatriado, que, por algún motivo, se ha visto obligado a adoptar un apellido anglosajón.
-¡Excelente! Veo que al menos tiene usted buenos ojos, señor cazador de vampiros. Efectivamente, soy francés de nacimiento y mi verdadero nombre es Augusto Dupin.
-¡Vaya! Yo también he oído hablar de usted... o, más bien, he leído las crónicas de sus casos, escritas por el señor Edgar Allan Poe. ¿Pero no vivía usted en París?
-En efecto, pero mis investigaciones acabaron molestando a figuras importantes de la política francesa, así que, por razones de seguridad, tuve que abandonar mi patria y adoptar un nombre falso. Por cierto, mi excelente amigo y cronista Mister Poe me prestó una gran ayuda al respecto, aunque ya hace bastante tiempo que no sé nada de él. En fin, quizás debamos centrarnos en el asesinato que usted ha mencionado anteriormente.
Tras oír las breves explicaciones de Daniel Hunter, Dupin dijo:
-Creo que sé quién asesinó a la pobre cerillera. No es la primera vez que ese ser comete un crimen semejante en los suburbios de esta ciudad. Fuera quien fuera el vagabundo que le recomendó buscarme, tuvo una excelente idea.
-Entonces, ¿puede ayudarme a encontrar a ese monstruo?
-No será necesario, pues, si no me equivoco, lo verá aquí en breves.
-¿A qué se refiere?
-Como el vagabundo solo le indicó mi nuevo apellido, pero no mi dirección ni mi profesión, para averiguar ambas cosas usted habrá tenido que hablar con los soplones de los barrios bajos. Un hombre tan llamativo como usted no podría interrogar a semejantes individuos sin que surgieran comentarios al respecto en todas las tabernas de la ciudad, que a estas horas se hallan abarrotadas de gente tan sedienta de ron como hambrienta de novedades. Supongo que dichos comentarios no habrán tardado en llegar a los oídos del monstruo, cuya primera idea sería venir aquí para hacerme callar antes de que pueda decirle algo sobre él.
-Pues es una suerte que aún no haya venido.
-Al contrario, me parece que vino antes que usted. Afortunadamente, en vez de acabar conmigo cuanto antes, estuvo esperando a que me acostase con la intención de matarme mientras dormía. Usted ignora que soy un hombre de hábitos preferentemente nocturnos, ¿no es así, Leboeuf?
Dupin había dirigido la pregunta al viejo criado que había abierto las puertas de la casa a Daniel Hunter. El anciano respondió:
-Así es, señor.
-Sin embargo, esta noche usted, Leboeuf, parece haber olvidado mis costumbres, pues me ha calentado la cama con mucha anticipación. No deja de ser una afortunada casualidad que estemos en octubre, pues en verano no habría necesidad de calentarme la cama y usted no se hubiera traicionado. Solo espero que no haya hecho sufrir demasiado al verdadero Leboeuf, aunque solo fuera para no manchar sus ropas con sangre.
Al oír esto, el anciano miró a Dupin con ojos llameantes de odio y se arrancó la máscara de piel humana que cubría su rostro, mostrando unas facciones realmente horrendas. Extrajo del bolsillo una daga con la cual intentó atravesar el corazón de Daniel Hunter, pero este se movió a la velocidad del rayo y decapitó al monstruo con un único tajo de su sable. Dupin, que había contemplado la escena impertérrito, dijo tranquilamente mientras la sangre del monstruo se extendía por la habitación:
-He aquí al famoso Hombre Lagarto, que asesinaba personas de todo tipo para hacerse máscaras de piel con las que ocultar sus facciones. No tuvo tiempo de despellejar el rostro de la cerillera, pero sí el del pobre Leboeuf. Supongo que encontraremos su cadáver en la azotea, donde las gaviotas están montando un alboroto desusado a estas horas de la madrugada. Me temo que deberemos interrumpir su banquete para darle un entierro cristiano a mi desdichado fámulo.
...
Varios días después, Daniel se encontró casualmente con uno de los rufianes a los que había encomendado el cuidado del vagabundo borracho. Aquel hombre, aún asustado por el recuerdo de su sable, le dijo apresuradamente:
-Le juro que lo llevamos rápidamente al hospital, pero murió allí poco tiempo después. No recobró la conciencia ni hizo otra cosa que delirar hasta que estiró la pata. Eso nos lo dijo el médico que lo atendió, para que vea que mi amigo y yo cumplimos nuestra misión. Pero parece ser que no era un simple vagabundo, sino un conocido escritor. Aquí pone una nota sobre su muerte.
Daniel tomó el papel que le había dado el rufián y leyó:
“Ha fallecido Edgar Allan Poe, noticia que sorprenderá a algunos, pero que no apenará a nadie.”
A pesar de aquellas duras palabras, Daniel sintió un profundo dolor cuando acabó de leer la nota. Se dijo:
-¡Qué triste destino para Mister Poe, que era mi escritor favorito! Me gustaría haberlo conocido mejor, pero esto ya no tiene remedio.
Sin embargo, Daniel se equivocaba.