Conspiración

Cuando ascendí a teniente de la Armada estadounidense, fui destinado al lejano Japón, con la misión de escoltar a unos diplomáticos que representarían al gobierno americano en aquel misterioso país. Por aquel entonces el imperio japonés acababa de abrir sus puertas a los extranjeros tras largos años de aislamiento, gracias a la labor de mi estimado compatriota y amigo, el célebre comandante Perry. Durante mi prolongada estancia en la corte imperial me empapé de la lengua y la cultura japonesas, conocí perso

Cuando ascendí a teniente de la Armada estadounidense, fui destinado al lejano Japón, con la misión de escoltar a unos diplomáticos que representarían al gobierno americano en aquel misterioso país. Por aquel entonces el imperio japonés acababa de abrir sus puertas a los extranjeros tras largos años de aislamiento, gracias a la labor de mi estimado compatriota y amigo, el célebre comandante Perry.

Durante mi prolongada estancia en la corte imperial me empapé de la lengua y la cultura japonesas, conocí personalmente al mismísimo emperador e hice amistad con algunos de sus más directos colaboradores. Uno de ellos, cierto ministro cuyo nombre no debo mencionar aquí, me invitó a pasar algunos días de ocio en su palacio de Kioto (un lugar mágico, rodeado de pabellones y jardines que parecían inmunes al paso del tiempo). Entre los demás invitados del ministro se contaban otros miembros de la delegación diplomática estadounidense, así como numerosos prohombres de la vieja ciudad. Entre estos figuraban los cabecillas de tres aristocráticas familias, que habían acudido acompañados por sus respectivas hijas. Estas muchachas (a las que llamaré en esta relación señorita Akane, señorita Hikari y señorita Asuka) eran unas doncellas muy jóvenes (pero ya casaderas) y bastante lindas, al menos para los gustos japoneses. El ministro había enviudado recientemente y su difunta esposa no le había dado hijos varones, por lo que estaba pensando contraer un nuevo matrimonio para aliviar su soledad y obtener un heredero. Nadie ignoraba que las tres señoritas que acabo de mencionar eran las principales aspirantes a conseguir la mano del ministro, aunque ninguna de ellas parecía contar con una ventaja considerable sobre sus rivales.

Teniendo en cuenta que la presencia de tanta gente rica en el palacio podía atraer visitas no deseadas, el ministro había fortalecido las medidas de seguridad contratando a varios “ronin” (mercenarios). El más prestigioso de aquellos guerreros de fortuna era un hombre ya maduro, al que todos llamaban el señor Takeda, aunque nunca supe si este era su nombre o su apellido. Takeda era un hombre de carácter serio e incluso hosco, pero tenía fama de ser un espadachín habilidoso y sagaz, por lo que todo el mundo le concedía tanto respeto como si fuera un verdadero samurái y no un simple ronin.

Al contrario de lo que se temía el ministro, durante aquellos días no se produjo ningún robo, pero sí un extraño asesinato. La señorita Akane había ido a pasear por el jardín acompañada por una doncella de su edad, pero poco después apareció muerta junto a la orilla de un estanque. No hubo más testigo de su muerte que la doncella, quien se había vuelto loca de terror y no dejaba de repetir que su ama había sido asesinada por un kappa (monstruo acuático de las leyendas japonesas). Según su delirante relato, el kappa había surgido de los arbustos que rodeaban el estanque, había atrapado a la desdichada señorita Akane y la había ahogado metiéndole la cabeza dentro del agua, sin que la pobre doncella pudiera hacer otra cosa que llorar aterrorizada, pues no se había atrevido a gritar ni a huir por miedo a llamar la atención del monstruo. Por supuesto, los guardias del ministro no encontraron el menor rastro del kappa, aunque, para ser exactos, tampoco hallaron ningún indicio de que el asesino hubiera sido un ser humano. En realidad, casi todos los presentes parecían inclinados a tomarse en serio el absurdo testimonio de la doncella, salvo yo mismo y el señor Takeda, que era  un hombre bastante escéptico. Fuera como fuera, cuando anocheció todos nos encerramos en el palacio, bajo la custodia de los guardias del ministro. Aquella noche la señorita Hikari parecía especialmente asustada y yo, respondiendo a sus ruegos, la acompañé a su alcoba para tranquilizarla.

Varias horas después me despertaron unos gritos de terror procedentes del cuarto donde dormía la señorita Hikari. Cuando varios guardias del ministro, encabezados por el ronin Takeda, y yo mismo entramos en la alcoba, vimos que la muchacha estaba pálida de terror y empuñaba un cuchillo ensangrentado. A sus pies se hallaba el cadáver de un intruso disfrazado de kappa, que había penetrado en el dormitorio con la evidente intención de asesinar a la señorita. El señor Takeda arrancó la máscara que cubría el rostro del asesino y dijo que se trataba de un ninja (asesino a sueldo experto en disfraces). Cuando la joven Hikari se hubo serenado un tanto, dijo que aquel individuo había intentado matarla en su propio lecho, sofocándola con una almohada. Pero ella, a causa del miedo que le había provocado la muerte de la señorita Akane, se había acostado con un cuchillo al alcance de la mano y, durante su desesperada lucha por la supervivencia, había conseguido alcanzar el corazón del ninja, matándolo en el acto. No cabía duda de se trataba del mismo hombre que había ahogado a la pobre Akane. Tras asegurarme de que estaba bien muerto, dije:

-Es una lástima que ya no respire. No es que me dé ninguna pena, pero así ya no podremos interrogarlo.

Takeda murmuró:

-Hubiera sido inútil. Un verdadero ninja se cortaría la lengua a mordiscos antes de delatar a quien lo ha contratado.

Yo sabía que Takeda tenía razón, pero al registrar las ropas del ninja hallé un papel escrito con la elegante caligrafía típica de las clases altas. Con algún esfuerzo conseguí descifrar aquellos caracteres y leer el contenido del documento. Allí se le decía al ninja dónde y cuándo encontraría indefensas a las señoritas Akane y Hikari, que debían ser asesinadas sin compasión. Pero allí no se mencionaba ningún otro nombre. Yo dije en voz baja, procurando que solo me oyera el señor Takeda:

-Al parecer, la tercera aspirante a la mano del ministro (es decir, la señorita Asuka) quería desembarazarse de sus rivales antes de que le arruinaran el noviazgo. ¿Quién más tendría razones para ordenar sus muertes? Parece obvio que fue ella o alguien de su entorno quien contrató al ninja.

Takeda dijo, también en voz baja:

-Sí, es demasiado obvio para ser cierto.

-No sería tan obvio si no hubiéramos encontrado este documento.

-Pero lo hemos encontrado. Las instrucciones que ahí figuran son tan escasas y sencillas que cualquier asesino profesional hubiera podido aprendérselas de memoria, sin necesidad de llevar encima ese papel tan comprometedor. Por otra parte, solo puede sorprender a un ninja quien tuviera buenas razones para esperar su ataque en un momento determinado.

Dicho esto, Takeda se encaró con la señorita Hikari y le dijo con dureza:

-No ha conseguido engañarnos con su teatro, señorita. Usted ordenó la muerte de la señorita Akane y pretendía echarle la culpa a su otra rival, la señorita Asuka, para que nadie pudiera arrebatarle la mano del ministro. Por eso tenía ese cuchillo preparado, así como el papel que escondió entre las ropas del ninja después de matarlo.

La muchacha pareció quedarse muda de sorpresa al oír estas inesperadas acusaciones. Se puso tan pálida que yo pensé que se desmayaría, pero su reacción fue muy distinta. Mediante un movimiento sorprendentemente rápido tomó el mismo cuchillo con el que había matado al ninja y, tras zafarse de los guardias que la rodeaban, intentó clavarlo en el corazón de Takeda. Pero este también sabía moverse con rapidez y fue él quien atravesó el corazón de la doncella con la punta de su espada.

Cuando los criados del ministro quisieron contarle al padre de la señorita Hikari que su hija estaba muerta, se encontraron con que aquel encumbrado aristócrata había desaparecido sin dejar rastro. Posteriormente la policía secreta imperial descubrió que padre e hija eran unos impostores, que sus títulos eran falsos y que pretendían introducirse en la familia del ministro con alguna motivación siniestra, probablemente su asesinato. Es casi seguro que ellos también eran ninjas, pero nunca sabremos si actuaban por cuenta propia o, más probablemente, bajo las órdenes de los poderosos enemigos políticos del ministro.

 

Al día siguiente vi que Takeda se encaminaba hacia la salida del palacio con su espada y su alforja. Le dije:

-¿Se va usted, señor Takeda?

-Mi misión aquí ha terminado. Tengo entendido que usted también se marchará pronto, teniente Dawson.

-En efecto. Debo volver a mi país para cumplir la promesa que le debo a cierta dama. Una vez allí, quizás deje la Armada y me dedique a criar vacas en mi rancho de California. Y usted, señor Takeda, ¿seguirá siendo un ronin?

-No sé hacer otra cosa.

-¡Pero el tiempo pasa para todos! ¿Qué hará cuando sea demasiado viejo para empuñar la espada?

Entonces lo vi sonreír por primera vez, mientras me decía:

-¿Realmente cree usted, teniente, que un hombre como yo puede llegar a viejo?

Yo no me atreví a responder y me limité a contemplar cómo aquel extraño individuo abandonaba el palacio sin despedirse de nadie.

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