Takeda

Hace muchos años dos jinetes armados se internaron en un sombrío bosque de las montañas japonesas. Uno de ellos era un soldado de baja estofa y parecía ejercer la función de guía. El otro jinete iba armado con una espada de samurái, pero, a juzgar por sus vestiduras, era demasiado pobre para ser un miembro de la casta guerrera. Seguramente se trataba de un ronin (antiguo samurái que había abandonado a su señor feudal para llevar una vida errante de bandido y mercenario). El ronin permaneció casi todo el tie

Hace muchos años dos jinetes armados se internaron en un sombrío bosque de las montañas japonesas. Uno de ellos era un soldado de baja estofa y parecía ejercer la función de guía. El otro jinete iba armado con una espada de samurái, pero, a juzgar por sus vestiduras, era demasiado pobre para ser un miembro de la casta guerrera. Seguramente se trataba de un ronin (antiguo samurái que había abandonado a su señor feudal para llevar una vida errante de bandido y mercenario). El ronin permaneció casi todo el tiempo sumido en un hosco silencio, mientras su guía, mucho más locuaz, le explicaba los detalles de la misión para la cual habían sido contratados:

-Mi señor llevaba muchos años intentando exterminar a los bandidos de este bosque, que ocasionalmente bajaban al valle y expoliaban sus tierras. Pero todos sus intentos fracasaron. Una vez incluso les envió una venerable sacerdotisa para que los guiara por el buen camino, pero los bandidos, en vez de escuchar sus sabias palabras, la violaron entre todos y luego le dieron muerte.

El ronin sonrió y rompió su silencio con estas palabras:

-¿Acaso alguien esperaba otro resultado?

-Hay personas que respetan a los dioses. Y debéis saber que tomaron cartas en el asunto para vengar a la sacerdotisa. Pocos meses después del crimen, una terrible maldición cayó sobre los asesinos. La mayoría murieron entre horribles sufrimientos, mientras que los escasos supervivientes se convirtieron en unos monstruos repugnantes y carentes de alma. Y nuestro deber es acabar con esas abominaciones para siempre.

-Es decir, que los dioses quisieron vengar a la sacerdotisa, pero luego les dio pereza terminar su trabajo y dejaron con vida a unos cuantos bandidos. Lo siento, pero no me lo creo.

-Es bien sabido que vos no creéis en nada, señor Takeda.

-Yo no niego la existencia de los dioses, sino su interés por los asuntos humanos. Desde luego, si yo fuera un dios, no me preocuparía en absoluto por nadie.

-Posiblemente eso sea cierto. Pero se supone que los verdaderos dioses son más compasivos que vos.

-¡Pues entonces mira ahí lo que han hecho tus compasivos dioses!

Tras pronunciar estas palabras, Takeda desenvainó su espada y cabalgó hacia los monstruos que habían surgido de la espesura. Aunque conservaban una forma grotescamente humana, aquellos seres (media docena en total) presentaban unos rostros demasiado horribles para que nadie pudiera mirarlos sin estremecerse. Sus facciones habían perdido sus rasgos humanos e incluso los colores de la vida, dándoles el aspecto de cadáveres resucitados por alguna magia infernal. Sin embargo, aún podían moverse con rapidez y parecían sometidos a la tiranía de un hambre atroz, pues se arrojaron al caballo de Takeda, sin mostrar ningún temor a morir aplastados, y hundieron sus amarillentos dientes en las patas delanteras del animal. Este relinchó de dolor y, aunque sus pezuñas le destrozaron la cabeza a uno de sus agresores, no tardó en caer. Antes de caer al suelo, Takeda se separó de su montura mediante un salto digno de un felino, no sin antes rebanar con un tajo de su espada el cuello de otro monstruo. Mientras tres de aquellas criaturas se abalanzaban sobre el caballo moribundo para devorarlo vivo, un cuarto se arrojó sobre Takeda armado con un grueso garrote. El ronin no tuvo tiempo de esquivar el golpe, que le hizo perder el equilibrio y le rompió varios huesos del brazo izquierdo. Aprovechando la momentánea indefensión del ronin, su monstruoso adversario se preparó para darle el golpe de gracia, pero entonces intervino el guía, que atravesó a la criatura con su lanza. Pero aquel monstruo era duro de roer y, aunque la sangre empezó a huir de su cuerpo, no pareció sentir el dolor de la herida. Agarró con ambas manos la lanza que le había atravesado el pecho y desmontó al soldado con un brusco movimiento. El desdichado guía cayó al suelo, donde fue rápidamente despedazado por los demás monstruos, que ya habían tenido tiempo de acabar con el caballo de Takeda. Pero este también había tenido tiempo de recobrar su espada y el equilibrio. El monstruo que lo había derribado intentó detenerlo con un nuevo garrotazo, pero la pérdida de sangre había empezando a debilitar su cuerpo y en esta ocasión sus movimientos fueron demasiado lentos. Aunque Takeda también estaba herido, logró esquivar el golpe y decapitó a la criatura con un solo movimiento. Los otros tres monstruos se arrojaron sobre él al unísono, pero, aunque consiguieron  infligirle nuevas y terribles heridas, el ronin había tenido tiempo de estudiar sus movimientos, por lo que logró esquivar sus zarpazos más letales y acabar con todos ellos, después de una refriega tan breve como sangrienta. Tras decapitar a su último enemigo, Takeda se estremeció de dolor y tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol para no caer al suelo. Afortunadamente, el caballo de su difunto guía estaba ileso y el maltrecho ronin, pese a sus numerosas heridas, aún conservaba suficientes fuerzas para montarlo, pues, de lo contrario, hubiera muerto desangrado en aquel bosque infestado de malos espíritus.

Cuando llegó al castillo del señor feudal que lo había contratado para exterminar a los monstruos del bosque, Takeda tuvo que ser atendido de urgencia, pero, para sorpresa de todos, consiguió sobrevivir. Cuando hubo recobrado el conocimiento, el amo del castillo lo visitó en el cuarto donde reposaba y le entregó el dinero que le había prometido a cambio de sus servicios. Pero también le dijo:

-Señor Takeda, os habéis ganado este dinero, pero aún tengo algo que ordenaros. Cuando hayáis abandonado mi castillo, no debéis hablar con nadie de lo que habéis visto en el bosque. En este mundo hay cosas demasiado abominables para ser contadas.

Takeda asintió y dijo:

-En efecto, mi señor. En este lugar han tenido lugar ciertas monstruosidades que sería mejor olvidar. Podría ser peligroso para algunos que tales historias se difundieran excesivamente.

El señor feudal frunció el ceño y abandonó el dormitorio sin decir nada. Pero aquella misma noche una de sus siervas más jóvenes y hermosas entró en el cuarto de Takeda, prácticamente desnuda y con el cabello suelto. La muchacha le dijo al ronin con voz tímida:

-Mi señor me ha ordenado daros satisfacción esta noche, pues opina que vuestros grandes servicios no se pueden pagar solo con dinero.

Takeda se levantó de su lecho y acarició la pálida frente de la muchacha. Luego la miró con compasión (un sentimiento muy raro en él) y le dijo con voz serena:

-Estás ardiendo de fiebre. Debo darle las gracias a tu señor. No es la primera vez que alguien intenta matarme para cerrarme la boca, pero hasta hoy nadie lo había hecho ofreciéndome un momento de placer.

-Escuchad, yo…

-No hace falta que me des explicaciones. Fue lo mismo que les hizo a los bandidos del bosque, ¿verdad? Enviarles una prostituta disfrazada de sacerdotisa, a sabiendas de que la violarían y que, de ese modo, todos ellos contraerían una enfermedad venérea, seguramente la misma que tú llevas en tu sangre. Desde luego, sería muy deshonroso para él que en la capital llegaran a conocerse sus infames tácticas de combate. Pero puede estar tranquilo: la locuacidad nunca ha sido uno de mis muchos defectos.

Takeda se levantó y tomó su espada, con la evidente intención de abandonar el dormitorio y el castillo antes del alba. La muchacha le dijo con voz llorosa:

-Por favor, no guardéis un mal recuerdo de mí. Pronto moriré y necesitaba el dinero que me ofreció mi señor feudal a cambio de contagiaros. Sin él, mi familia quedará desamparada cuando me muera.

-Pues toma lo que he dejado sobre la cama.

La muchacha vio que Takeda había dejado allí todo el dinero que le había pagado el señor feudal aquella tarde. Y le dijo, con sincero agradecimiento:

-¡Muchas gracias! Rogaré a los dioses por vos.

-Si puedes hablar con los dioses, diles de mi parte que pueden irse al Infierno. Allí es donde todos nos encontraremos algún día.

Dicho esto, Takeda desapareció en las tinieblas de la noche.

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