
Hacia el año 188... terminé mis estudios de Enfermería y, tras ahorrar algún dinero, tomé un barco rumbo a la lejana Costa Rica. Mi único objetivo era descubrir qué le había sucedido a mi hermano mayor, el doctor James Farrell, quien varios años antes había desaparecido sin dejar rastro. Cuando me escribió por última vez, me contó que estaba trabajando en una hacienda costarricense, como médico particular de una viuda rica y de su único hijo, cuya salud era bastante delicada. Una vez en Costa Rica, adopté el falso nombre de Mary Bronte y, gracias a la recomendación de un diplomático inglés, encontré trabajo como institutriz y enfermera en la misma hacienda donde había vivido James antes de su desaparición. Cuando me instalé, intenté averiguar qué le había sucedido, aunque procuré disimular mi ansiedad, disfrazándola de simple curiosidad por la suerte de un compatriota. No pude descubrir nada, pero pronto empecé a recelar de doña Ana, la dueña de la hacienda, que era una mujer de unos treinta años, extraordinariamente bella y muy culta (su inglés era prácticamente perfecto). Aunque se mostraba amable y cortés con todo el mundo, me pareció que había algo extraño en ella. Sus brillantes ojos verdes y la misteriosa gracia de sus movimientos me hacían pensar en una gata sensual, al mismo tiempo dulce y maliciosa. Su hijo Andrés era un muchachito de unos trece años, casi tan guapo como su madre, pero bastante pálido y débil para su edad. A mí me extrañó que una dama tan joven tuviera un vástago casi adolescente y le pregunté al capitán Wilson, un capataz de origen norteamericano, si Andrés era realmente hijo carnal de doña Ana. Él me respondió:
-Efectivamente, son madre e hijo, aunque casi parezcan hermanos. Tengo entendido que la abuela de doña Ana la obligó a casarse cuando aún era muy joven. Entonces la buena señora se estaba muriendo y quería que alguien controlase a su nieta cuando ella ya no estuviera. Al parecer, nuestra ama no fue siempre el modelo de cortesía y caridad cristiana que es hoy. De niña estaba tan loca que, cuando murió su querida gata Ligeia, hizo un rito de brujería y se bebió toda su sangre, porque pensaba que así siempre estarían juntas.
A mí me inquietaron estas palabras, que no pude dejar de relacionar con la desaparición de mi hermano, ni tampoco con las misteriosas muertes de los dos maridos que había tenido doña Ana.
Poco tiempo después, alguien llamó a la puerta de mi cuarto en plena noche. Abrí y me encontré con Andrés, que estaba muy pálido y llevaba ropas de dormir. Me dijo, visiblemente alterado:
-¡Señorita Bronte, mi madre la necesita urgentemente! Acaba de picarla una araña venenosa en su cuarto.
Yo fui deprisa a la alcoba de doña Ana, que se hallaba bastante mal, aunque no tardó en recuperarse gracias a mis cuidados.
A la mañana siguiente, me encontré con Andrés y le pregunté:
-Andrés, ¿ayer la doncella tenía la noche libre?
-No, señorita. ¿Por qué lo pregunta?
-Por nada en particular, Andrés. Buenos días.
Aunque traté de fingir despreocupación, me sentía extrañada de que la noche anterior hubiera sido Andrés, y no la doncella de doña Ana, quien hubiera ido a llamarme a mi cuarto. La única explicación plausible era que el muchacho ya estuviera en el cuarto de su madre cuando a esta le picó la araña. Pero, en ese caso, ¿qué estaría haciendo él en un dormitorio ajeno a altas horas de la noche?
Seguramente doña Ana adivinó mis sospechas, porque más tarde me hizo llamar y me dijo:
-Mary, debo confesarte algo embarazoso y te ruego que no lo comentes con nadie, pues sería vergonzoso que se difundiera. Mi hijo padece terrores nocturnos desde que su padre murió en extrañas circunstancias, por lo que a veces no puede conciliar el sueño. Entonces viene llorando a mi cuarto y yo hablo con él para tranquilizarlo, cosa que a veces me cuesta bastante. Dado que mi hijo ya es casi un adolescente, le da mucha vergüenza reconocer que aún siente miedo por las noches, como cuando era pequeño. Espero que tú lo entiendas.
-Claro, doña Ana. Y, en todo caso, yo solo soy una empleada, por lo cual ni su hijo ni usted tienen por qué darme explicaciones (y si me las das, pensé, es porque tienes algo que ocultar).
Tras despedirme de doña Ana, me encerré en mi cuarto y me sumergí en sombrías especulaciones. Estaba casi segura de que aquella hermosa mujer era, en realidad, una criatura perversa. Por eso su difunta abuela la había obligado a casarse, en un vano intento de poner freno a sus pasiones. Y, aunque no tenía pruebas al respecto, no dudaba de que mantenía una relación incestuosa con su hijo. Sin duda, mi hermano había desaparecido porque había llegado a las mismas conclusiones que yo. Y no era imposible que los dos maridos de doña Ana hubieran muerto por el mismo motivo. Si eso era así, yo también estaba en peligro, porque había llegado a las mismas conclusiones y, si estas eran correctas, ella no dudaría en matarme para proteger su secreto. Ya estaba pensando en huir de la hacienda cuando un peón llamó a mi puerta y me entregó un mensaje. Se trataba de un texto en inglés, toscamente escrito y con muchos americanismos, que aparentemente solo podía proceder del capitán Wilson. Decía: “Señorita Bronte, si quiere que le diga qué fue de su hermano, encuéntrese conmigo a medianoche en el viejo cementerio de la colina.” Pensé que Wilson pretendía contarme algo muy grave, si había elegido para nuestra cita un lugar tan apartado y siniestro, que la gente del lugar evitaba por las noches porque se decía que estaba embrujado. Pero yo me sentía más segura entre los muertos que en la casa de doña Ana, así que aquella noche abandoné la hacienda sin llamar la atención.
Llegué al cementerio pocos minutos antes de las doce, pero quien me esperaba allí no era Wilson, sino una mujer vestida de negro, cuyo rostro estaba cubierto por un velo del mismo color. Ella me hizo señas para que me acercara y, cuando lo hice, se quitó el velo. Pronto reconocí, con horror, el altivo rostro de doña Ana, así como sus ojos verdes, que en la oscuridad de la noche emitían un brillo realmente extraño. Comprendí que había caído en una trampa, pues en aquel lugar tan solitario me hallaba a merced de aquella extraña mujer, que no parecía del todo humana. Ella me dijo con voz fría:
-Mary, en mi mensaje te prometí que te contaría algunas cosas y, como pronto estarás muerta, quiero cumplir mi promesa antes de acabar contigo. Siempre he sabido que eras la hermana de James: desde el principio advertí que tenías facciones semejantes a las suyas. Si crees que maté a tu hermano porque sabía demasiado de mí, estás en lo cierto. Pero, si crees que lo hice para ocultar un incesto con Andrés, te equivocas. Yo quiero mucho a mi hijo, pero no de ese modo. Si le pido que vaya a mi cuarto por las noches, no es para hacer el amor con él, sino para beber su sangre. Por eso se ve tan pálido y débil, aunque, por supuesto, me contengo lo suficiente para no causarle graves perjuicios.
-Pero, ¿qué clase de monstruo eres tú? ¿Un vampiro?
-No, querida. Soy una gata cuyo espíritu se halla prisionero en el cuerpo de un ser humano. Por eso me gusta el sabor de la sangre, por eso puedo ver de noche como si fuera de día… y por eso sé cómo matar a mis presas.
Entonces aquella loca alzó una mano y vi aterrorizada que su guante estaba armado con dos púas metálicas. Si ella me las clavaba en la garganta, me mataría fácilmente. Y, cuando hallaran mi cadáver, todos pensarían que me había matado un puma. Grité, pero nadie me oyó. Intenté huir, pero ella (que era rápida y fuerte) me alcanzó fácilmente. Ya estaba apunto de matarme cuando las campanas de alguna lejana iglesia anunciaron la llegada de la medianoche. Entonces doña Ana palideció de pronto, su bello rostro se crispó de terror y se desplomó. Cuando examiné su cuerpo, comprobé que ella había muerto de un ataque al corazón, como el que podría provocar un ataque de pánico. Pero yo nunca llegué a saber con seguridad qué la había asustado, pues allí no había nada más que árboles y tumbas. Por supuesto, he hecho conjeturas, aunque no pretendo darlas por válidas. Se dice que los fantasmas de los muertos abandonan sus tumbas a medianoche. También se dice que los ojos de los gatos pueden ver cosas invisibles para los ojos humanos. Y aquella noche yo empecé a creer en ambas cosas.