
Aunque la primavera ya estaba bastante avanzada, las cumbres de las Rocosas canadienses permanecían sumidas en un invierno perpetuo y solo un hombre, al que acompañaba un perro, se atrevía a desafiar la furia de los elementos. Aquel individuo caminaba dificultosamente por las laderas cubiertas de nieve, buscando un lugar donde refugiarse de la ventisca que azotaba las montañas. De pronto, el perro empezó a ladrar con furia y el hombre preparó su rifle. A escasos metros de ellos varios lobos formaban un círculo en torno a un pequeño cuerpo tendido sobre la nieve. El hombre vio, sorprendido, que se trataba de una niña de once o doce años, aparentemente muerta o inconsciente. Tras espantar a la manada con un disparo al aire, el hombre se acurrucó junto a la niña y comprobó que aún vivía. Sin embargo, solo llevaba puesto un uniforme escolar, insuficiente para protegerla de un frío tan intenso. Sabiendo que no llegaría viva al pueblo más cercano, el hombre la tomó en sus brazos y se la llevó a una vieja cabaña, abandonada desde que su último dueño, un excéntrico ermitaño, desapareciera misteriosamente. Cuando llegó a su destino, el hombre descubrió, extrañado, que alguien se había dejado allí su coche, pero no vio a nadie, ni dentro ni fuera de la cabaña. Tras depositar a la niña sobre un camastro, cubrirla con todas las mantas que pudo encontrar y encender la chimenea, el hombre escribió un mensaje dirigido a su esposa, donde le explicaba su situación y le pedía que llamase inmediatamente a la policía. Luego ató el papel al cuello de su perro y le ordenó que llevase el mensaje, como ya había hecho en otras ocasiones. El inteligente animal se marchó a toda prisa, mientras su amo se quedaba en la cabaña cuidando de la niña. Esta recuperó la conciencia algún tiempo después, pero al principio se mostró confusa y luego asustada. Chilló de terror cuando vio a su salvador, que necesitó mucho tiempo para convencerla de que no pretendía hacerle ningún daño. Cuando la vio más tranquila, le preguntó:
-Dime, ¿cómo te llamas y qué estabas haciendo en la montaña? ¡Ah, por cierto! Yo me llamo John, John Danvers.
Tras algunos titubeos, la niña respondió con voz débil:
-Yo me llamo Betty… bueno, mi verdadero nombre es Elizabeth, pero todos me llaman Betty… Betty Walker. Un hombre llamado Alfred Scott me secuestró y me encerró aquí, en esta misma choza… Esta mañana él volvió para violarme… o quizás para matarme… pero fui yo la que lo maté a él.
John no pudo disimular su extrañeza:
-¿Cómo que lo mataste? ¿Qué diablos le hiciste?
-Encontré en la cabaña los libros de su antiguo dueño, el ermitaño… hablaban de magia y cosas así. En uno de ellos encontré un documento con un hechizo (estaba escrito en clave, pero fui capaz de descifrarlo). Lo usé para invocar a un ser de otro mundo, que acabó con Alfred y luego desapareció.
-Escucha, Betty, sin duda has sufrido mucho y…
-¡He sufrido mucho, pero no estoy loca! Sé lo que hice… y también lo que vi.
-Vale, te creo. Pero, ¿podrías enseñarme ese documento?
-Sí. Aún lo llevo en el bolsillo.
Betty le entregó a John un papel amarillento escrito a mano. Cuando él lo examinó, no pudo contener una sonrisa y se lo devolvió a la niña, diciendo:
-Ya he visto antes este texto. El ermitaño me lo enseñó la última vez que bajó al pueblo, para que le diese mi opinión. Formaba parte de un cuento fantástico que él estaba escribiendo antes de desaparecer.
-Pero… ¡te juro que es verdad! ¡Yo misma vi al monstruo!
John recobró la seriedad y dijo:
-No dudo que vieras algo terrible, pero no creo que su aparición tuviera mucho que ver con el hechizo. Dime, ¿has menstruado últimamente? Quiero decir…
-¡Sé muy bien lo que es la menstruación! El cerdo de Alfred me lo explicó varias veces. Y sí, he menstruado y aún tengo las bragas sucias de sangre. ¿Cómo lo has adivinado?
-Por los lobos que iban a comerte cuando te encontré. Ellos suelen huir del olor humano, pero los atrae el olor de la sangre. Y lo mismo sucede con el monstruo. No vino porque lo llamaras, sino porque olió tu sangre.
-Entonces, ¿por qué atacó a Alfred y no a mí?
-Básicamente, porque tu secuestrador tenía mucha más carne que tú. Y también porque él se asustó al verlo y tú no. A esos seres el olor del miedo les resulta tan estimulante como el de la sangre.
-¿Esos seres? Pero… ¿es que hay más?
-No lo sé, pero puede que sí.
-¿Y qué son? ¿De dónde vienen?
-Aunque te cueste creerlo, no vienen del Más Allá, sino que son criaturas de carne y hueso. E incluso pueden considerarse más o menos humanos.
-¡Lo que vi no parecía un ser humano!
-Y, sin embargo, lo era. Escucha: yo era antropólogo en los Estados Unidos, pero hace años me vine aquí con mi familia. Había oído leyendas sobre unos monstruos humanoides que vivían en estas montañas y quería demostrar su existencia. Después de oír tu relato, ya no tengo dudas al respecto… y sí mi propia teoría sobre lo que son realmente. Se supone que América se pobló por primera vez durante las glaciaciones, cuando los antepasados de los pieles rojas vinieron de Asia, caminando sobre una capa de hielo que permitía pasar a pie desde Siberia hasta Alaska. Pero creo que cuando llegaron aquí se encontraron con otra raza humana (o prehumana), de origen mucho más primitivo y misterioso.
-¿Y qué les hicieron los pieles rojas?
-Lo mismo que les haríamos nosotros a ellos miles de años después. Debió de ser un exterminio casi absoluto. Solo unos pocos supervivientes consiguieron refugiarse en las cuevas de las montañas más inaccesibles, donde se adaptaron a vivir en las tinieblas. Olvidaron toda su cultura ancestral para convertirse en auténticas bestias y, como sus ojos ya no les resultaban útiles, progresivamente fueron perdiendo la vista en favor de otros sentidos, particularmente el del olfato. Tras milenios de degeneración y endogamia, también perdieron sus rasgos humanos, para convertirse en criaturas abominables y feroces, como la que tú viste esta mañana.
Entonces un aterrador bramido interrumpió la explicación de John e hizo palidecer de terror a Betty. John dijo, sin disimular su miedo:
-Pensé que la carne de tu secuestrador había sido suficiente para saciarlo, pero parece que esa cosa sigue hambrienta. Será mejor que nos marchemos. La policía aún tardará mucho en llegar y aquí ya no estamos seguros.
-¿Y podremos escapar a pie?
-No, pero he visto un coche cerca de aquí. Supongo que lo trajo tu secuestrador. No será fácil conducir por los caminos de la montaña, sobre todo con este tiempo, pero creo que puedo con eso.
John y Betty abandonaron la cabaña y corrieron hacia el vehículo, pero entonces apareció un hombre que se arrojó sobre ellos armado con una piedra afilada. Golpeó a John en la cabeza, dejándolo sin sentido, y le arrebató su rifle. Betty palideció de nuevo cuando reconoció a su secuestrador. Ella lo había dado por muerto, pero se había equivocado, lo cual explicaba que el monstruo aún tuviera hambre. Alfred le dijo a la aterrorizada niña:
-¡Hola, muñequita! ¿Pensabas que yo había muerto? Estuvo cerca, pero conseguí escapar saltando al fondo de una sima, donde esa criatura no pudo alcanzarme. Ahora voy a marcharme en mi coche, mientras tu nuevo amigo y tú servís de alimento al monstruo. Siento mucho no tener tiempo para violarte, pero bueno, hay otras chicas en el mundo. Claro que, si me suplicas que te lleve conmigo, quizá…
Betty permaneció callada, así que Alfred la miró con desdén y se dirigió hacia su coche, diciendo:
-Bueno, tú lo has querido. Feliz viaje al Infierno.
Pero entonces apareció el monstruo, que se arrojó sobre Alfred a una velocidad increíble, sin darle tiempo a usar el rifle que le había quitado a John. Betty contempló, inmóvil y en silencio, cómo la criatura (esta vez sí) destrozaba a Alfred y se lo llevaba a su guarida para devorarlo. Luego se arrodilló junto a John y lo agitó para reanimarlo. Cuando este recobró la conciencia, le preguntó a la niña qué había pasado. Esta respondió:
-Alfred te hirió y el olor de tu sangre atrajo de nuevo al monstruo. Pero pensé que un ser de la oscuridad no solo debe de tener buen olfato, sino también buen oído, así que permanecí callada y dejé que Alfred hablara, para que el monstruo lo oyese y se lanzase sobre él. Ahora está muerto de verdad. Oye, ¿aún puedes conducir?
-No, pero supongo que el monstruo y su clan ya tienen suficiente carne para hoy, así que probablemente nos dejarán en paz. Y creo que nosotros deberíamos hacer lo mismo con ellos, ¿no te parece?
Betty no dijo nada, pero le dedicó a John una sonrisa de aprobación.